El tercer lunes de enero viene considerándose desde hace unos años el día más triste del año, ¿pero de dónde viene esa denominación?
El término fue acuñado en 2005 por Cliff Arnall de la Universidad de Cardiff quién desarrolló una formula matemática según la cual afirmaba que ese día podría ser considerado como el más deprimente del año. Parece ser que esta conclusión se extrae a partir de diferentes factores que coincidirían temporalmente con esta fecha, como el el fin del periodo vacacional de navidades (que nos deja una resaca emocional y también económica), ver como muchos de los propósitos del año nuevo no se han cumplido y se van abandonando o el frio que nos acompaña y hace que nuestra vida se vea limitada de alguna manera.
Más allá de lo que hemos comentado y teniendo en cuenta que esta investigación se vio motivada por una campaña publicitaria, parece ser que es poco fiable afirmar la existencia de este día y se trata más bien de una estrategia de marketing. De hecho, es bastante frecuente ver como algunas marcas lo aprovechan para engrosar sus ventas.
Pero la pregunta que nos hacemos es ¿realmente necesitamos un día para legitimar que nos sentimos tristes? ¿cómo nos relacionamos las personas con la tristeza?
Durante mucho tiempo se ha hablado de emociones positivas (alegría, amor…) y emociones negativas (tristeza, miedo…) y a partir de esta clasificación deducimos que para vivir de una manera plena tenemos que sentir constantemente las positivas y evitar las negativas, lo cual muchas veces nos lleva a conflictos internos y a sentir que algo estamos haciendo mal. Por eso, es necesario relacionarnos con todas nuestras emociones, entendiendo que algunas nos generan bienestar y otras malestar, pero que eso no es necesariamente bueno o malo. Cambiar este enfoque nos permitirá sentirlas de una manera más adaptativa, entender qué nos pasa y poder gestionarlo de la mejor manera posible.
La tristeza es una emoción básica y como tal, cumple una función para las personas. Sentirnos tristes es completamente normal y, de hecho, es necesario sentirnos así cuando ocurren eventos que tienen que ver con perdidas y duelos (reales o imaginarios). Podríamos decir que la tristeza cumple una función adaptativa ya que así como otras emociones nos llevan a la acción, esta nos ayuda a detenernos, a evaluar lo que está sucediendo y poder tomar conciencia para después actuar. También tiene una función protectora ya que con la tristeza nuestro cuerpo ahorra energía desviando la atención hacía nuestro interior, proporcionando un estado de introspección que puede ser un gran aprendizaje si no dejamos que la emoción nos desborde o la intentamos evitar a toda costa. Por último, también tiene una función social ya que si estamos triste podemos poner en marcha estrategias que nos hagan acercarnos a otras personas en busca de sostén y apoyo lo cual genera cohesión social y conductas de ayuda.
Permitirnos identificar, sentir y expresar la tristeza nos ayudará a aprender y a integrar nuestras experiencias vitales personales aunque hay veces que si la intensidad o frecuencia de la emoción es muy alta necesitaremos ayuda de una persona experta para poder relacionarnos con ella.
Isabel Trasobare
Psicóloga en Nara Psicología.